Carta #2 desde Ecuador: Entre volcanes y sueños que se cumplen. Visitando el Chimborazo.
- Ana Sofía M.

- 22 oct
- 7 Min. de lectura





Hay historias o fotografías que con una vez que las experimentes, se quedan grabadas en tu mente. A mí me pasó cuando leí Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, ya he hablado mucho de este libro.
No sé si fue que nunca había leído algo tan psicodélico y poético, pero me entraron unas ganas insaciables de conocer los lugares que se mencionan en el libro.
Las protagonistas viven un festival de música en las montañas de los Andes, y la autora describe la grandeza de las montañas, de alucinaciones de ballenas en sus lagunas, y sobre todo del Chimborazo. El volcán más cercano al sol por estar en la mitad del mundo. Con esto se pueden imaginar la magnitud del volcán.

Le dicen Tayta Chimborazo. En kichwa tayta es padre. En la cosmovisión andina, las montañas y volcanes son padres y madres, son figuras sagradas, con una personalidad.
Es un ser que contiene fuego y tiene su temperamento. Lo quema y lo congela todo. Da y quita. Protege pero también es peligroso. Y con esos relatos de los volcanes y las montañas andinas fue que me entró la idea de algún día visitar Ecuador. Quería ver si estando en la presencia del Chimborazo iba a sentir lo mismo que describían en el libro.
Así que cuando vi en el mapa que mi voluntariado con ballenas en Perú estaba a tan solo unas horas de Ecuador, me dije a mí misma: es ahora. Compré mi boleto de ida por Perú y de regreso por Ecuador. Sabía que era el momento de cumplir el sueño de visitar al Tayta Chimborazo.
Todo sonaba hermoso pero jamás me imaginé lo complejo que iba a ser llegar a Ecuador. La primera semana me costó mucho trabajo. Me enredó una sensación de soledad que no sentía hace mucho. Cuando empecé a buscar más opciones para ir al Chimborazo, me encontré con que este volcán no tiene tanta fama entre los mochileros.
Estuve días enteros tratando de resolver cómo iba ir. Las agencias que encontré decían que no tenían más personas. Entonces me empecé a preguntar: ¿si valdrá la pena ir?, ¿si me lo salto? Pero a eso vine a Ecuador. No me iba a perdonar hacer este viaje y no ver el Chimborazo
¿Qué hice? Muerta de miedo reservé un autobús, busqué un hotelito y encontré un guía que estaba dispuesto a hacer el recorrido a pesar de que fuera la única. Habrá gente que se quiera ahorrar unos dólares y lo haga sin guía. Yo no me animo a hacerlo sola. Así fue como encontré a Paul.
Paul lleva más de diez años siendo guía, y dice que subir montañas es adictivo. Que te enamoras del supay, esa fuerza que te empuja a tus límites , una mezcla de adrenalina, vértigo y altura, aunque también podría ser simplemente la falta de oxígeno.
Pero más que adrenalina, creo que lo que me obsesiona de las montañas, los volcanes y estos viajes que me conectan con la naturaleza, es haberme enamorado de la cosmovisión andina. Hay algo en la manera en que entienden el mundo que me hace sentido.
Tanto en el libro que leí como en lo que Paul me explicó, hay figuras que se han mantenido incluso después de la colonización. Como el Aya Uma (o Diabluma, como lo llaman en el libro), la imagen de un diablo que baila y que tiene poco que ver con lo que crecimos creyendo los católicos. Para las culturas andinas, esta figura representa la dualidad, el liderazgo, la parte buena y mala que todos tenemos. Todos tenemos un diablo dentro, un supay, una energía que puede crear o destruir. Y esa dualidad se celebra con máscaras, música y danzas en días sagrados.
(Ver eso hecho realidad, escuchar a Paul contarme estas historias, entender que todo lo que había leído cobraba sentido frente a mí) me hizo comprender de dónde viene esa psicodelia de la que tanto hablaba el libro. No se trata de excesos ni de demonios que representan el infierno. Es estar conectado con lo que te rodea y darle un significado. Es humanizar lo que por mucho tiempo ha tenido más vida que nosotros y hemos dejado de mirar: la naturaleza.

Y así fue como llegué a las faldas del Chimborazo. Empecé mi caminata a 4,800 metros, sabiendo que la meta eran los 5,100.
En la montaña se te olvidan las pretensiones. Para evitar el mal de altura, hay que ir lento, con pasos cortos y constantes. Con cada paso sientes que estás pidiendo permiso para seguir con vida. La cabeza da vueltas por segundos, como si entraras en un viaje. Falta el oxígeno.
Subir es físico, pero también mental. Es no predisponerse, no ser fatalista. Y a mí esas cosas me cuestan. Por eso las montañas siempre son mis grandes maestras. Lo admito: sufro la subida. Cada paso que doy me hace preguntar: ¿vale la pena tanto esfuerzo?, ¿y si me rindo aquí?, ¿para qué subir más? Puras dudas que, hasta que logro atravesarlas, no encuentro la recompensa.
Pero en el camino siempre hay señales. A veces aparecen en el clima, como la nieve que te recibe. (Esta vez, mi señal fue un colibrí.)
Desde chica escuché que ver un colibrí descansando es señal de buena suerte, y en mis días en Perú aprendí que, en la cosmovisión andina, el colibrí representa la cuarta dimensión. En las líneas de Nazca está dibujado, como parte del mapa del mundo. Mientras subíamos, un colibrí andino se posó en la mochila de Paul, luego voló a mi hombro y se quedó ahí unos segundos mientras yo intentaba no moverme.
Mi amiga Euge, de Argentina, me escribió cuando vio la historia: “Estás bien conectada. Se siente seguro.” No sé si estoy bien conectada o no, pero este viaje me ha hecho agarrarme de lo único que tengo cuando voy sola por la vida: de mí misma. De confiar en que, pase lo que pase, tengo las herramientas para resolverlo. Y esa fue mi señal de buena suerte. Tal vez fue el volcán dándome permiso de subir, dándome la bienvenida.

Ya que por fin llegué a lo más alto que se podía por la ruta, se me olvidó la altura. Sentí la satisfacción de que cumplí ese sueño que tenía desde hace un rato.

Quedarme ahí, pisando la nieve, enfrente de lo inmenso que es el Tayta, me hizo recordar que soy chiquita, pero que mis intenciones y sueños pueden ser grandes. Que en mí también habita un volcán al que he tenido que aprender a domar su fuego. Que en mí está el supay, pero que una lo tiene que aprender a dosificar para alcanzar sus metas.
Para mí fue un gran éxito personal subir hasta los 5100 m y ver al Tayta completo. Las nubes iban y venían. Lo mostraban y lo escondían, pero yo tuve las condiciones perfectas. Ahí arriba el sol que quema cuando sale, la nieve resplandece y el viento que te hace sentir que si no te enraizas, sales volando. Las manos y pies se congelan, pero también respiras el aire más fresco que había sentido en años.

Bajar fue todavía más divertido. Quise bajar cierta parte en bicicleta y, obviamente, , al principio estaba muerta de miedo, pero después fue hasta mi parte favorita. Aquí iba completamente sola. Paul bajó en la camioneta para esperarme donde termina la ruta de bici. Yo solita bajando, parando en algún momento para ver cómo detrás de mí se escondía y volvía a aparecer el Chimborazo. Sintiendo el viento y la velocidad enfriarme la cara, pero un sol radiante que hacía que todo se viera más vibrante.
Así fue como se terminó uno de los mejores días que he tenido. Regresé a mi hotelito sola, pero contenta. A escribir y escribir todo lo que sentí, mientras que desde la ventana de mi cuarto podía ver el volcán que subí.
Para mí este viajecito sola significó serme muy fiel y entender que vienen recompensas grandes cuando atraviesas los miedos que se te cruzan cuando tienes claro hacia dónde quieres llegar. Porque yo sabía que quería estar ahí, pero no estaba siendo nada fácil.

Con el serte fiel también viene la honestidad y humildad de saber decir cuándo un reto no es para ti. Hay retos que solo estás cumpliendo para probarle algo a alguien más. Me ha costado, pero yo ya renuncié a esos retos. Para mí ya no se trata de acumular medallas de todo lo que hacen los mochileros, ni tampoco de acumular logros laborales que me hacen sentir que mi valor está en todo lo que produzco.
Nada de eso me interesa ya.

Sé que a mucha gente no le hace sentido que viaje sola a lugares como Ecuador. Pero también hay mucha gente que sí lo entiende, y esa es la que verdaderamente me ve. La que sabe que me muero del miedo, pero aun así me aviento a la vida porque me da más miedo quedarme sin vivirla. La gente se ha dado la oportunidad de conocerme, sabe que hay una sirena que vive en mí, que las ballenas me acompañan y que también sé nadar entre las lagunas de los volcanes.
Creo que de eso se trata un poco la vida: de constantemente darte el permiso de ver quién eres. De encontrar una historia que te apasione, un tema, un animal, un país, un hobby, una sensación, un supay, que te dé suficiente comezón como para que salgas al mundo a rascarte y ver qué te lo quita. En esas ando, también sabiendo que no voy a romantizar el vivir de nómada.
Extraño mi casa, mi espacio, un baño decente, la comida, pero todo esto es temporal y son historias que nadie me va a quitar, pero que tampoco nadie va a terminar de entender, y creo que eso es lo bonito de estas cartas: que tal vez quien llegue hasta aquí sienta, aunque sea un poquito, lo mismo que yo siento cuando vivo cosas como ver de frente al Chimborazo.
Con amor,
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Y para quien quiera el contacto de Paul para ir en las mejores manos al Chimborazo, no duden en pedírmelo. Si no fuera por él, no sé si hubiera subido.



















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